martes, 2 de junio de 2020

Abracadabra





            Enriqueta no conocía la causa de aquellos misteriosos sucesos, y todo le parecía increíble, por más que intentara buscarle una explicación. Se había levantado muy cansada por el agotamiento de la noche anterior que la había mantenido en vela casi todo el tiempo, que ya se sabe que cuando una preocupación se adueña por completo de nuestros pensamientos nos impide descansar sumiéndonos en una rueda de preocupación que no tiene fin. El sueño, más que sueño, se había convertido en una pesadilla en la que ella -afortunadamente podía recordar algunos retazos del mismo- se veía literalmente arrastrada por una masa informe, que una vez la engullía, acababa finalmente por devolverla en una inmensa playa desierta. Y allí le sucedían cosas prodigiosas que se negaba a aceptar. Obviamente -pensaba-, no era más que un sueño; desde luego nada agradable por cierto. Le dolía la cabeza y tenía el cuello y la espalda magullados, como si hubiese descendido en caída libre sin estrellarse con el suelo. Todo era muy extraño -reflexionó de nuevo-, pero se sentía impotente dejándose  llevar una y otra vez por cuantas sensaciones recorrían su cuerpo.       
          Si tuviésemos que definir mejor la situación que estamos narrando, tendríamos que preguntarle a la propia Enriqueta como comenzó todo. Sin embargo, ella misma nos lo va a contar.
          "Aquella mañana de lunes me había levantado como de costumbre a las claras del día, justo cuando el gallo del tío Julián cantó por primera vez; más bien hasta tres veces mientras me vestía para iniciar la jornada. Las nubes grises barruntaban lluvia, pero eso a mí me ha dado siempre igual, que no soy persona de acomplejarse o venirse abajo porque la naturaleza amenace con diluviar, relampaguear y hasta tronar, aunque sé que esto último sí que asusta a mucha gente.
          La casa del tío Julián está justo frente a la mía y la ventana de su cocina mira a la de mi pequeño salón; de modo que en cuanto se levanta y enciende la luz puedo ver como empieza a trajinar para prepararse el primer café. El es consciente de que lo vigilo, por eso cuando pasa por delante de la ventana me hace un gesto de corte de mangas que yo siempre me tomo a broma. Creo que es lógico sabiendo que es viejo y está malito del corazón, esto último lo digo con cierta pena. Además, no alcanzo a vislumbrar muy bien por qué he comenzado a hablar de mi vecino cuando me habéis preguntado algo así como "qué es lo que a mí me sucede". Pero mal rayos os parta, es un decir, y a mí también, no tengo ni... -me muerdo la lengua-idea de lo que me pasa. Por eso he decidido preguntárselo a tío Julián del que se dice que sabe mucho de hechizos y encantamientos, y que al parecer todo le viene de su madre que en el pueblo, tiempo atrás, tenía fama de ser bruja. Creo que es la mejor opción, dada la experiencia que acumuló desde niño al ver a su madre tantas veces metida en faena. Lo malo del asunto es que tío Julián, a pesar de ser en el fondo una buena persona, tiene un temperamento intempestivo; lo cual equivale a decir que es imprevisible. Así, que algo inquieta, esperé a que el reloj del ayuntamiento marcara las campanadas del Ángelus y me dirigí con decisión a su casa y llamé a la puerta
—Tío Julián, tío Julián, soy yo, su vecina Enriqueta.
—¿Quién va? Maldita sea mi suerte y maldita la madre que me parió, que por eso estoy así, que no puedo dar ni un paso. ¿Quién va?
—Soy Enriqueta, su vecina. ¡Abra la puerta que no le voy a comer!
—Ya sé que eres Enriqueta: tu voz es para mí inconfundible. Seguro que vienes a pedirme algo.
—Sí, señor Julián; algo muy importante.
—Si es así, no demoremos más estos preámbulos que para poco sirven.
—Lo tomaré como un cumplido, señor Julián. ¿Cómo va ese cuerpo.
—Ni caso; cualquier día lo tiro por la azotea, y a mí con él.
—Usted tan terrible como siempre.
—Es lo que me queda; así me vengo de esta maldita vida...
No quise echar más leña al fuego y entré a la casa que estaba en penumbra. Aún olía a café y a cerrado, que don Julián no era amante de orearla mucho hasta muy entrada la primavera. Decía que así conservaba mejor el calor, que él ya no estaba para dispendios, ni siquiera para gastarse sus dineros en hatillos de leña.
—Cuéntame, Enriqueta. Veo que traes muy mala cara.
—Si fuese sólo mala cara, que es lo que se ve por fuera... Por dentro estoy mucho más pálida, que no sé qué me viene pasando desde hace varios días. Se lo pregunto sin más: ¿usted qué opina del poder de las palabras?
—Hay palabras que el viento se las lleva, pero otras tienen fuerza las jodías; se pegan a todo lo que encuentran, y al decirlas, pueden hacer realidad lo que dicen.
—¡Quía, señor Julián: eso me parece imposible!
—Imposible creía yo al principio; y más tarde comprendí cuanto poder puede tener una palabra dicha en el momento justo en que hay que pronunciarla.
—¿Pero es que yo no sé por qué hablo lo que hablo? Me salen las palabras de dentro y no puedo pararlas ¿Es eso posible, don Julián? Llevo tres noches que no puedo conciliar el sueño por todo lo que me  pasa.
—A veces lo que nos parece imposible puede tener mucha más verosimilitud que todas las cosas ordinarias. La madre Naturaleza es prodigiosa y ha dotado a algunas de sus criaturas con poderes extraordinarios: sólo es cuestión de experimentarlos hasta controlar esas fuerzas que se mueven, que nos mueven por debajo de aquello que nos parece lo único visible. ¿Me crees ahora, Enriqueta?
—Si fuese otra persona, no; pero viniendo de usted es para pensárselo. Hace algún tiempo que lo conozco y he visto que no le gusta fanfarronear.
—Con estas cosas, hija mía, no se juega; que es lo mismo que tentar al diablo.
—¡Me asusta, don Julián! Y para sustos ya tengo bastante.
—Bueno, dejémonos de rodeos. Cuéntame que eres capaz de hacer cuando piensas en algo y lo dices en voz alta.
—No sé como comenzar, pero voy a hacerlo.
Al principio fue como si estuviese, digamos, en otro mundo; los objetos que me rodeaban parecían haber cobrado vida. No es que hablaran ni nada de eso, pero de pronto se movían levemente, desplazándose hacia un lado y otro desde el lugar en que los había puesto. Sin embargo, en ningún momento relacioné esos pequeños escarceos conmigo misma. Todo era tan extraño que me obsesioné con pensar que estaba loca. ¿Sabe por qué se lo digo, don Julián? Pues porque cuando murió mi querido Ambrosio Casamayor también me ocurrieron cosas raras que me pusieron en alerta sobre lo que puede ser real o no.
—Es normal esa impresión hasta que no se ha tenido ningún encuentro con el más allá.
—¿Pero existe el más allá?
—Claro que existe, hija mía, cómo si no mi madre habría hecho tantos milagros. Los llamo así porque llegó a sanar animales, e incluso a personas. Si no lo hubiese visto con mis propios ojos, jamás se me hubiese ocurrido ni siquiera abrir la boca; me parecería tanto o más que blasfemar. Pero todo es tan cierto como que tu y yo estamos aquí y ahora juntos, y que puede que mañana no vuelva a ver el sol.
—No me apene, señor Julián; que su corazón no se va a romper, al menos de momento.
—A estas alturas de mi vida el corazón es lo de menos; más me preocupa mi alma. Ahora, no obstante, eres tú quien más intrigado me tienes. Cuéntame algo más, que estoy en ascuas.       
—Lo que más miedo me dio fue justo el otro día en que sentí como una fijación que no podía parar y me pedía levantar en el aire la olla en la que cocinaba un puchero. Inexplicablemente se elevó casi tres dedos, y finalmente -se iba y se venía a mis manos- pude manejarla hasta que la deposité nuevamente sobre el hornillo. ¡Qué susto, don Julián!
—La cosa promete, Enriqueta. Yo conocía muy bien a tu difunto Ambrosio, que en paz descanse: aquel ataque al corazón lo fulminó cuando aún tenía mucho que entregar a la vida; a ti más. Tengo una curiosidad: ¿se te apareció de alguna forma en los días posteriores a su fallecimiento. ¿Notaste alguna vez su presencia?
—¡Uf!, se me ponen los pelos de punta! Desde la primera noche, don Julián, pude notar su presencia en forma de un inconfundible peso sobre el colchón, pero a los pies de mi cama. Digo, que se podía apreciar perfectamente que los flejes que sustentaban el colchón se hundían, subían y bajaban suavemente. Así por lo menos durante una semana; luego, nada de nada... Se esfumó para siempre.
—Sí, así suele ocurrir con algunos difuntos, que añoran su casa y pertenencias, a las personas con las que han convivido. Más tarde en la mayoría de los casos se les aclaran las cosas -alguien se lo tiene que hacer ver- y vuelven -supongo- a otro plano superior. Aquí todo son conjeturas, pero mi madre hacía sesiones de espiritismo y podía conseguir que los fallecidos se comunicasen con el mundo de los vivos: yo pude asistir de niño a algunas de ellas. Por eso creo y puedo darte fe de que tú tienes, hija mía, poderes especiales. De ti depende que quieras o no usarlos. De todas maneras, te recomiendo que tengas mucha precaución, ya que "el otro lado" no es nada seguro. Eso solía decirme siempre mi madre: ¡Julián, ándate con mucho cuidado: algunas almas son muy traviesas.
—Yo no pienso meterme en problemas. ¿Quién me llama señor Julián?
—El misterio, hija mía. Aunque creas lo contrario, no eres dueña de casi nada. Y una vez que se ha despertado en ti esa fuerza debes de asumir que habrá de acompañarte toda tu vida. Yo, por ejemplo, la he usado muchas veces para hablar con mi madre. Harto de este mundo, quería irme, pero ella me decía: "Todavía no es tu hora, Julianito; ya llegará". ¿No es eso un consuelo?
—Y para que me sirve, señor Julián? ¿Acaso me va a devolver a mi Ambrosio?
—No pongas en duda el poder de Dios. Si lo quieres, Él te ayudará.
—Claro que lo deseo, a mí eso de levantar ollas o curar enfermedades -que Dios me perdone- no me llama, por más que las manos se me muevan de un lado para otro al compás de mis pensamientos. ¡Ojalá pudiera ver a mi Ambrosio en cuerpo y alma!
—¡Lo verás hija mía! Sí lo quieres, ese será tu premio en vida; no lo olvides".
Y oídas estas últimas palabras dichas por don Julián, todo se desvaneció, incluido él mismo. Y Enriqueta se vio a sí misma arrojada de nuevo a la playa de la que ella hablaba. Todo era muy extraño e inexplicable, especialmente la presencia de aquella masa informe que se la tragaba sin más y luego literalmente la devolvía sobre la dorada y cálida arena. Para cerciorarse de donde estaba sostuvo entre sus manos un pequeño puñado de granos, y al dejarlos caer se transportó de pronto a un nuevo y conocido lugar. Miró perpleja alrededor de su cuerpo y pudo comprobar que estaba sola y tendida sobre la amplia cama de su dormitorio.  En ese mismo instante oyó cantar hasta tres veces al gallo del señor Julián. Por fin cayó en la cuenta: un nuevo día había amanecido.

Robit el Robot




     Algunas noches, cuando ya estaba plácidamente dormida, me acercaba sigilosamente hasta el borde de su cama, y colocando suavemente mi boca sobre su oído, comenzaba a contarle un cuento de caballeros y princesas; pues me había imaginado que al hacerlo ella podría repetírmelo con todo lujo de detalles al despertar. Ya sé que eran fantasías mías nada más; y es que a veces, sólo a veces, sin saber por qué, me transformo en un niño. 

     Pero en aquella ocasión mi imaginación me fallaba, ya que todo el repertorio se me había agotado. Y fue entonces cuando me las ingenié para inventarme una historia en el que su protagonista principal fuese un robot. He aquí el relato: 

                                                           "Robit el robot" 



     «Muchas veces he pensado cómo sería tener un alma de robot; bueno, yo lo expreso así porque hace algún tiempo vi una película en la que a un robot le implantaban un disco duro que daba vueltas y vueltas dentro de él y podía interactuar a través de imágenes, palabras y complejas comunicaciones previamente grabadas. Algunos ya conocéis que el disco duro de una computadora tiene un platillo y una cabeza lectora que funcionan por marcas o surcos, casi como si planease en el aire sin llegar a tocar su impoluta superficie, ejecutando un programa que previamente ha creado un programador. ¿No es eso así? Como podéis imaginar al final el ser humano intenta emular lo que de alguna manera ha hecho ya el Creador, o si se quiere, «El Programador de todo el Universo». Por eso muy a menudo me pregunto: ¿Hasta qué punto estamos nosotros también programados? ¿No son acaso nuestros genes, por ejemplo, un sofisticado programa biológico que alguien nos ha implantado? Y es por eso también (ahora sí lo entenderéis mejor) que sigo estando tan interesado en establecer tal analogía con el robot. 

     Lo cierto es que el robot, al menos ese que yo imagino, se me aparece constantemente en sueños y he llegado hasta hablar con él. Es tan real que su voz sale de mi pecho como si conformásemos una sola entidad. Yo mismo me extraño y a la vez me maravillo de las sutilezas de mi mente al crear una máquina que tiene emociones, que llora y se alegra por las cosas que le suceden, que piensa y tiene proyectos a largo plazo como si creyese que dispone de suficiente tiempo para vivir. Y no sabe que todo eso que lo inunda es un prodigio que está al alcance de mi mano; en realidad soy yo el que puede darle o quitarle su existencia de un plumazo si lo deseo; pero es evidente que de momento no se me ocurriría hacer eso. Creo que tal vez podría perjudicarme yo también. 

     Esta idea tan machacona del robot tiene su origen en una pequeña experiencia que tuve cuando era muy niño. Tendría unos cinco años cuando mi padre Erich (que como sabéis tenía su pequeño taller instalado en el sótano de la casa) me mostró que se podía construir un robot usando algunas piezas viejas de un cochecito de engranajes, latas usadas de distintos tamaños y unos cables, una pila pequeña y dos bombillas de linternas. ¡Resultaba tan fácil! Ahora os lo sigo contando. 

     Cortando las latas de acuerdo con unas dimensiones precisas, y una vez bien ensambladas, construyó la cabeza, el tórax, los brazos y las piernas. Y para los pies, utilizó dos piececitas de plomo sobre la que se sustentaba el cuerpo entero. No podía caminar, pero al menos movía los brazos y la cabeza y sus ojos resplandecían como dos pequeños faros frente a mí, tanto que llegaban a iluminar parte de mi habitación cuando ésta se hallaba a oscuras. Mi padre lo bautizó con el sencillo nombre de Robit; tal vez no fuera muy original, pero si al nombrarlo lo uníamos con su denominación común, más que sonar, resonaba: "Robit el robot". 

     Y es que mis amigos tenían muchos y buenos juguetes, pero ninguno podía igualarse a Robit. Para mí era como si fuese de verdad, porque yo sabía perfectamente como estaba hecho por dentro; podía imaginar cada una de sus partes y de qué manera al moverse rechinaban los engranajes de cuerda y rozaban las juntas de las latas entre sí. Para mí tenía vida. Por eso Robit una noche me habló, o yo soñé que me hablaba. 

     Aquella noche, como de costumbre, mis padres me habían acostado en mi cama, y una vez me hube tranquilizado un poco, mi madre eligió contarme un cuento de vikingos: esos nórdicos feroces que tenían costumbres paganas y viajando en sus drakkars arrasaron todas las costas atlánticas de Europa desde Escandinavia hasta Algeciras. Yo conocía bien algunas historias de Odín, Thor y Frey, sus dioses principales; pero hoy no me referiré a ellas. 

     De modo, que después de que me dieran un cariñoso beso acompañado de un hasta mañana, amor, la habitación quedó sumida en una profunda oscuridad a la que no acababa de acostumbrarme. Y fue justo en ese momento (antes de que comenzara a darle vueltas a aquella historia de vikingos y finalmente me durmiera), cuando sucedió un mágico imprevisto. Desde el lado derecho de mi cama, encima de la mesita de noche, se activaron dos potentes ojos, como faros encendidos en la oscuridad; eran las bombillas de Robit, que en modo alguno debían de haberse iluminado. En ese preciso instante, su cabecita metálica se giró hacia mí y mirándome fijamente me dijo: 

     -- Kurt, tengo ganas de ser como tú. Conocerte por dentro, como tú me conoces a mí y saber qué es lo que piensas en cada momento. ¿Podría ser eso posible, amigo? 

     Recuerdo que mantuve la mirada fija para comprobar si era verdad aquello que me parecía haber visto y oído, pero nada nuevo sucedió. Robit, como una sombra más entre las sombras de la habitación, permanecía quieto y en silencio. Por eso aún hoy cada vez que lo pienso me pregunto: ¿Pudo ser aquello cierto? ¿Es posible que un robot pueda tener alma? 

     Sigo sin hallar contestación alguna a estas dos preguntas que de vez en cuando me inquietan y persiguen. Lo que sí quiero deciros es que Robit, algo más viejo que cuando mi padre lo construyó para mi, sigue acompañándome todavía en mis noches oscuras de insomnio.» 

     Lo curioso del caso, es que nada más acabar, se despertó, y al verme junto a ella me dijo: 

     —Papá, ¿qué haces aquí?. Tengo la boca seca; dame un poquito de agua. —y continuó hablándome—. Sabes una cosa, papá, he estado soñando con un niño y su robot; creo que se llaman «Kurt» y «Robit». Mañana, cuando estemos desayunado, te cuento la historia. ¡Es preciosa, papá! 

     —De acuerdo: mañana me la cuentas. Y ahora… ¡a dormir! 

     —Sí, papá. 





miércoles, 2 de mayo de 2018

Albert, el Tiempo y la Muerte


... de la Red

            "No tengas prisa -se dijo-. El tiempo puede pararse, pues es sólo una ilusión en tu cabeza". Ahora recuerda lo que aquel anciano le contó:
            -- "Hijo mío: ante los caminos de la Vida, reserva tus fuerzas y protégete de los peligros que acechan, que son muchos. Y de todas maneras, aprende a sacarle todo el partido que puedas al Tiempo, pues aunque es un imponderable, mientras estés con él, también él estará contigo: así podrás usarlo en tu beneficio. Ten siempre presente que el reloj marca las horas hacia delante, mas si sabes pararlo a tiempo, entre uno y otro instante, podrás engañar a la Muerte, que se esconde tras el Tiempo.
            Cada vez que la Muerte venga a tu encuentro -óyeme lo que te digo-: "para el Tiempo". Él es quien domina todos los acontecimientos que existen, han existido o existirán; de modo que al silenciarlo, nada podrá moverse hacia adelante, que es su sino; y al no hacerlo, ninguna acción ni noble ni maldita llegará a florecer. Y aunque la Muerte está por encima de la mundana existencia, no puede sin embargo, soslayar tampoco el Tiempo: por eso vive aferrada a éste, pegada a su Carro de Batalla, por más que se quede inmóvil. Lo terrible -atiéndeme- es que nada más que el Carro comience a girar, segundo a segundo, con él se pone en marcha la Muerte. Por tanto, ya sabes que debes hacer cuando esto ocurra"
            Y pasó mucho y mucho tiempo... Y Albert, que así se llamaba el joven, pudo llegar a ser un viejo, esquivando con gran fortuna a la Muerte.
            Pero un día, al atardecer, se sintió enormemente cansado, de modo que su cuerpo, exhausto por sufrir tantos avatares, le hablo:
            -- Yo, que en cierto modo soy tú, siento que me muero, y me tengo que morir.
            -- Lo sé -contestó Albert entristecido-, pero yo no quiero.
            Se sentó en el balcón de su casa a contemplar la caida de la tarde y cuando más extasiado estaba, una oscura sombra se plantó delante de él.
            -- Soy la Muerte, Albert, y he venido a llevarte conmigo.
            -- No podrás hacerlo -se envalentonó- porque yo conozco los secretos del Tiempo y puedo controlarlo a mi antojo.
            -- ¡Qué iluso eres! ¿Acaso no sabes que ese anciano que viste en tu juventud te engañó? ¿Por boca de quién crees que hablaba?
            -- ¡No puedo creerlo! ¿Eras acaso tú, la Muerte, quien me hablaba?
            -- Cierto, Albert. Y no sólo eso, tengo que decirte aún una cosa mucho más importante; éste es mi secreto, que a todos descubro cuando vengo a llevármelos para siempre: el Tiempo y la Muerte son una misma Cosa, un mismo Ente. ¿Por qué crees que el anciano te decía que existo pegada a su Carro de Batallas? Te engañé, Albert, como siempre os engaño a todos vosotros, incautos seres humanos. No obstante, como me caes bien desde que te vi nacer, quiero concederte un último deseo antes de darte la muerte.
            -- De acuerdo, Muerte invencible, te hablaré de la misma forma en que el humilde Diógenes lo hiciera con el Magno Alejandro. Y como a éste le dijo, a Ti te digo:
            -- Apártate de mi presencia, al menos por unos instantes, que me quitas los últimos rayos del Sol. Deja que pueda acariciarlos con mi vista antes de que se apaguen para siempre, y con ellos mi propia vida.
            Y la Muerte, con su rotunda voz de ultratumba, contestó:
            -- ¡Así sea!




martes, 23 de enero de 2018

El día de la liberación


... de la Red

-- Pronto, date prisa, vístete. Nuestro capitán quiere que te salvemos. No tienes culpa de que te hayan encausado; eres totalmente inocente: lo sabemos. Hemos venido para sacarte de este lugar antes de que te maten.
-- ¿Quiénes sois? No es la primera vez que aparecéis por aquí. Siempre lo mismo: estoy harto de soñar con salir de esta ratonera antes de que me liquiden. ¡Promesas, nada más que promesas! Y luego al final mira en que se quedan.
Se fijó en el hombrecillo sosteniendo una brillante bola metálica en la mano derecha; y en la izquierda, una pistolita que parecía de juguete, la cual agitaba enérgicamente en el aire mientras hablaba con nerviosismo. Por un momento aquella escena le pareció una broma de muy mal gusto.
-- Vuelvo a preguntaros: ¿quiénes sois?
-- ¿No me reconoces, Brus? --dijo el hombrecillo.
-- Ahora que me fijo bien, tengo una imagen borrosa de ti, como si te hubiese visto en sueños. --Respondió Brus algo desconcertado.
-- Soy Malcom, tu amigo Malcom. ¿No te acuerdas de mí? Hemos hecho tantas fechoría juntos, que más te vale no acordarte; algunas no son aptas para contar.
El hombrecillo hablaba mientras valiéndose de una rara habilidad hacía rebotar la bola metálica sobre las paredes de la pequeña habitación; pero Brus comprobó que no se producía ruido alguno cuando ésta estallaba hasta abombarse para luego recuperar de nuevo su forma. Nada hacía temer que pudiera despertarse la atención de los guardias del recinto.
-- ¡Pero no veis que esta es la única ropa que me han dado! ¿Y encima queréis que me vista? Lo que yo digo: alucino en colores.
-- Brus, tú siempre tan protestón. Cuando éramos cadetes en la Escuela Militar de Felicity te daban dos patadas allí mismo cada vez que teníamos que levantarnos a las cinco de la madrugada para hacer maniobras.
-- Ya sabes, endemoniada criatura, ya me voy acordando de ti, que entré allí por imposición de mis padres. Y así me ha ido, pues de esta no salgo.
-- ¡Tontería: te vamos a sacar ahora mismo!
El amigo Malcom, extendió su mano derecha sin soltar aquella bola magnética y se la ofreció a Brus, que en seguida notó un fuerte tirón, una dura sacudida que le pareció que lo levantaba de su cama hasta elevarlo en el aire; y eso fue todo. De pronto despertó de aquel extraño sueño, tantas veces soñado, y vio de nuevo al hombrecillo que esta vez vestía de uniforme gris, gorra, pistola en el cinto y lo agarraba con su mano derecha. Ya no portaba aquella mágica bola brillante que hacia rebotar con fruición contra las paredes de su habitación; pues algo más consciente pudo comprobar, no sin cierta contrariedad, que seguía hallándose en la celda que ocupaba desde siempre en una cárcel estatal. Estaba allí por haber matado a un hombre hacia cinco años en una pelea de bar, cuando aún era cadete. Nunca llegó a graduarse, como querían sus padres, y terminó siendo un preso al que hoy, justo a las cinco de la madrugada, iban a ejecutar en la silla eléctrica.
Brus contempló por última vez al hombrecillo, al que apodaban así por su pequeña estatura y su aspecto de joven barbilampiño, mientras éste se dirigía a él y le decía en tono firme:
-- Vamos Brus, llegó la hora...


                                      



miércoles, 10 de enero de 2018

Una carrera con corazón



... de la Red

             Mi abuelo Anselmo tenía la maldita costumbre -maldita sí, siento decirlo- de hacer siempre lo que se le metía entre ceja y ceja, pues era más terco que una mula. Y no lo digo yo, lo decía mi padre, que lo sufrió en carnes, incluso mi madre que en paz descanse; lo decían igualmente sus hermanos, especialmente su hermana Elvira, que lo quería más que a las niñas de sus ojos; y ahora, con conocimiento de causa, lo reafirmo yo mismo, su nieto Mario, el que escribe este breve relato frisando ya la edad de sesenta años.
            Todo cuanto demostraba de montaraz y tozudo, de atrevido, lo contrarrestaba con creces con su natural bondad, claro está que para llegar a las sedosas y tranquilas aguas de ese lago había que navegar muchas veces, casi siempre, a contracorriente, incluso con marejada a punto de convertirse en galerna, que así era este abuelo mío, al que recuerdo con gran cariño.
            No es nada extensa ni complicada esta historia que quiero contaros, que suelen ser así, por lo natural, las cosas que suceden entre un nieto y un abuelo; pero he de reconocer que tampoco los hechos podrían ser dibujados con un simple trazo de tiralíneas, que las cuestiones del alma tienen formas sinuosas, como la misma curvatura de nuestro corazón. Y de eso se trata, para ser más exactos: de una carrera con corazón.
            Los acontecimientos se iniciaron, como el que no quiere la cosa, casi por azar, supongo, un pensar y hacer, un arrojo movido por la inconsciencia de un abuelo queriendo demostrar a su nieto que aún le queda algo de sangre de deportista en sus venas; el recuerdo de aquel corredor aficionado al ciclismo que ganó en más de una ocasión alguna que otra medalla por carreras realizadas en los alrededores de su pueblo, incluso en su comarca, una vez  campeón regional de ciclismo de montaña de Asturias, allá por el año 1905.
            Era un sábado como otro cualquiera, en el inicio del verano, y mi abuelo solía visitarnos casi siempre alrededor del mediodía. Lo habitual en él consistía  en tomarse nada más llegar un café bien caliente y cargado que le preparaba mi madre, pues a pesar de sus años, y no siendo nada recomendable, seguía sintiendo una fuerte atracción por la cafeína, generalmente a esas horas. Sin embargo, aquel sábado, no podríamos considerarlo uno más, no vino solo sino acompañado de su vieja bicicleta de carreras, su "querida Enriqueta", como él la llamaba, en honor a su mujer, mi abuela paterna, por la que sintió a lo largo de toda su vida, hasta su temprano fallecimiento, un fervor especial.
            No mucho más habría que decir acerca de la pequeña aventura que arranca a partir de aquí, si no hubiese sido porque acabó en tragedia: así de cruel es a veces la vida. Pero retomemos de nuevo esta historia.
            Nada más beberse el café en nuestra presencia, habiendo compartido un rato de amena charla, se dirigió a mí y me dijo:
            -- ¡Venga, Mario, coge tu bicicleta, que vamos a subirnos esa cuestecita que tu y yo conocemos tan bien.
            -- Estas seguro, abuelo, mira que a estas horas y en estas fechas ya, el calor comienza a apretar --contesté sumido en una oscura preocupación.
            -- ¡Se lo estás diciendo, acaso, a un curtido corredor como yo, con este pedazo de bicicleta hecha con fibra del corazón! --exclamó exuberante.
            -- Papá --intervino mi padre--, coincido con tu nieto Mario; no lo veo prudente.
            -- ¡Tonterías, no ves que todavía soy un chiquillo!
            -- Anselmo, haz caso a tu hijo y no seas testarudo --terció mi madre.
            Pero como era de prever, todo fue imposible. Se subió a su bicicleta y me espetó: "¡a qué esperas, cobardica!"
            La Cuesta de las Moras, así llamada por la abundancia que de este arbusto florecía junto a los márgenes de sus frondosas laderas, no tenía una pendiente excesivamente pronunciada. La conocíamos perfectamente y su recorrido no era mucho mayor de trescientos metros; no obstante, aún así había que contar con otras variables, pues el día se mostraba excesivamente caluroso y la edad de mi abuelo, a sus setenta años cumplidos, no podía considerarse ninguna ventaja.
            Así que yo, intuyendo el potencial riego que podría sobrevenirnos, me adelanté hasta colocarme en cabeza, no sin antes advertirle que me siguiera, pero sin apurar, que el objetivo no era otro que subir para contemplar desde arriba el hermoso panorama del pueblo y su recoleto valle. Ninguna de mis observaciones hizo su efecto, y a los pocos minutos lo tenía a mi altura en paralelo, esforzándose por adelantarme.
            -- ¡Abuelo. baja el ritmo --le grité--, por favor, te vas a agotar en el intento; no te conviene.
            -- Esta cuesta me la ventilaba yo cuando tenía sólo doce años --replicó en un tono que advertí tembloroso en su voz.
            -- Pero ahora no los...
            No me dio tiempo a acabar la frase, pues como él pretendía hacer el adelantamiento por mi lado derecho, esprintando, cayó en ese mismo instante de bruces sobre la estrecha cuneta de la carretera.
            --¡Abuelo, te lo dije: eres un testarudo incorregible! Voy a ayudarte a que te levantes y regresamos de inmediato a casa.
            Pero nada más pude hacer por él, sólo ver como moría en mis brazos
            -- Mario, hijo mío, me voy; tu abuela Enriqueta me está llamando... --fueron sus última palabras.
            --¡Maldita sea, abuelo, te lo advertí!
            Ningún otro sonido más pude percibir; solo la quietud silenciosa de aquel lugar y mi agitada respiración mientras observaba el cuerpo de mi abuelo Anselmo, caído sobre la cuneta y ya sin vida.
            El resto no merece la pena ser contado ni recordado. Al día siguiente, celebramos la misa de difuntos y lo enterramos en el pequeño cementerio de su pueblo natal. Y así, simplemente, de una feroz bofetada, acabó su vida, que ninguna otra explicación podríamos dar a los avatares que la mano del Destino maneja; sólo servirle como fiel escribano de esta negra crónica que acabo de relataros.
                                    

lunes, 8 de enero de 2018

"Tócala otra vez, San"


 
... de la Red


             Hoy he visitado el Café de siempre: mi preferido. Pero lo he hallado casi vacío, sólo algunos parroquianos de media mañana charlaban plácidamente mientras disfrutaban de un café o una copa de bourbon. Y he de reconocer que miraba ansiosamente hacia un lado y otro del amplio salón por si aparecías. Me entretuve contemplando las volutas del humo de los cigarrillos que me parecían que dibujaban tu cuerpo al compás de la música de aquel piano que tocaba una lánguida melodía reconocible. No era esa exactamente, pero a mi mente llegaron de pronto las imágenes de la película Casablanca. En un segundo plano, por un insospechado prodigio de mi mente, logré tararear al mismo tiempo y sin perder el ritmo las emotivas notas de aquel otro piano. Las memorables palabras de Lisa Lund diciendo "Tócala otra vez, San" , o "Tócala una vez", "Tócala San", resonaron en mi cabeza, justo en el momento en que tú apareciste tras la barra del Moonlight: ahora sí digo el nombre del establecimiento en el que me refugio todas las mañanas para intentar poder verte. No siempre es posible lograrlo, aunque hoy sí lo he conseguido, y acompañado por el golpeteo de dedos sobre las teclas de un viejo piano, mi alma ha sobrevolado como un volcán de delirantes emociones con cada una de las notas de esa canción.
            Cuando has hecho acto de presencia, me has dedicado una sonrisa de complicidad como otras veces en que te apetece decirme algo y no puedes hacerlo porque tu jefe te vigila y espera que hables lo justo con los clientes. Yo no soy obviamente Rick Blaine, pero en una ocasión especial como ésta estoy dispuesto a creérmelo. Mira si es así que acabo de encender un cigarrillo Malboro para convertirme por un instante en Humphrey Bogart e incluso morir de amor por ti; aunque tú no lo sepas, ni siquiera lo sospeches. Ahora mismo te sigo mirando y mientras doy constantes caladas a este cigarrillo que mantengo entre mis dedos me parece que estoy junto a ti en el Café de Rick, pero como a él mismo le sucede, inevitablemente te me escapas, y ese es mi triste dilema, no en la gran pantalla sino en esta dura realidad que me ha tocado vivir. "Tócala otra vez, San --me digo a mí mismo--, que mientras sigan sonando esas prodigiosas notas de piano podré mantenerla a mi lado unos segundos más, aunque sé que sólo ha de ser un sueño".


                                         
 

sábado, 23 de diciembre de 2017

La Música del Corazón (Bao: el Monje Lego)


... de la Red


Bao, un monje lego recién llegado al monasterio colgante de Datong, preguntó a su maestro Chang:

--Maestro: ¿por qué estoy algunas veces triste y otras alegre?
--Hijo mío, eso es porque no has afinado el instrumento del corazón.

--No lo entiendo, Maestro Chang. ¿Acaso dentro del corazón puede habitar la música?
--Cierto. El Mundo lleva dentro de sí armonía y desarmonía y nosotros igualmente, al ser partes de él. ¿Pero cómo saberlo cuando somos tan ignorantes? Vivimos sin pensar en que vivimos y eso no es bueno, pues de dicha ignorancia nace la desarmonía, esa que tú a veces sientes.
-- Maestro: a mí me parece todo eso un pensamiento demasiado confuso.

--Ya te diré, Bao, como habrás de aclararlo. Pero primero vayamos a la fuente del problema: el instrumento con el que es posible interpretar la música del Mundo, pues sabido es que el Universo está hecho de música que podamos tocar haciendo vibrar las cuerdas de nuestro corazón.
-- No siento yo que mi corazón tenga cuerdas por dentro.
--Pues las tiene, lego Bao. Son sutiles, pero aún así puedes tocarlas.
--¿Con las manos Maestro, supongo que no?
--Desde luego que no; en eso aciertas, monje. Que dentro del corazón no hay cuerdas que vibren, más aún así, éste es capaz de vibrar.
--Querido Maestro Chang: mi confusión no sólo disminuye, sino que al contrario va en aumento.
--Paciencia, lego mío, que andando se llega al final del camino; que si el camino tiene un inicio, seguro habrá de tener también un final.
--En ello estoy, Maestro, pues quiero saberlo todo.
--En eso no llevas razón, monje Bao, que ni yo mismo conozco ese Todo al que te refieres. Pero prosigamos. Atiéndeme, lego:
--Los instrumentos y la música que con ellos se interpreta no fueron hechos para emocionar al corazón, sino que todos ellos no son más que un pálido reflejo de las notas que éste les otorga y por el cual cobran vida; pues de no existir la música del Corazón ninguno de ellos habría visto nunca la luz.
--Ahora, Maestro Chang, mi perplejidad aumenta más, aunque empiezo a ver algo de claridad a lo lejos.
--Lo sé bien, lego, pues pronto llegarás al final de ese camino del que te hablado y podrás obtener la respuesta que buscas. Escúchame con atención:
Cada instrumento de cuerda -tomemos, por ejemplo, uno como el yangqin- consta de una base que es su caja de resonancia y sobre ella se extienden las cuerdas metálicas de distintas longitudes, que vibran y entregan diferentes notas al ser accionadas por las manos del músico.
--Cierto, Maestro, lo he visto hacer. ¿Pero qué tiene eso que ver con mi corazón?
--Ay, incrédulo monje lego! Aún no has llegado al final del camino y sigues dudando de mis palabras.
--Maestro Chang, yo sólo quería decir...
--La ignorancia te ciega. Lo tienes dentro de ti mismo y no lo sientes.
--El corazón del ser humano es el instrumento más delicado de todos cuantos existen. Y sí, tiene su caja de resonancia que mueve al cuerpo entero y sus cuerdas hechas de sutiles emociones, cuyas notas son los sentimientos, pueden entonar tristes o alegres melodías, todo depende de la mente de la persona que las toca: el músico quien compone e interpreta la melodía.
--Ahora comprendo por fin, Maestro Chang, por qué a veces estoy triste y otras alegres.
--Pues te diré algo más, monje Bao. Para que tan bello y delicado instrumento suene bien es preciso que sea afinado con devoción y empeño, y eso sólo puede lograrse cuando nuestra mente se halla en silencio. Justo ahí, en el silencio de esa maravillosa caja de resonancia, yace la música del Corazón: una música que ya no es música, un sonido carente de sonido, la huella del vacío que todo lo inunda.
--Gracias, Maestro Chang, por haberme dado ese conocimiento; ya que ahora que no entiendo nada, Todo lo entiendo.
--Así de simple en su complejidad -contesta finalmente el Maestro- es el camino de la Iluminación, que si somos constantes en su búsqueda, ya jamás nos abandonará.