Enriqueta no
conocía la causa de aquellos misteriosos sucesos, y todo le parecía increíble,
por más que intentara buscarle una explicación. Se había levantado muy cansada
por el agotamiento de la noche anterior que la había mantenido en vela casi
todo el tiempo, que ya se sabe que cuando una preocupación se
adueña por completo de nuestros pensamientos nos impide descansar
sumiéndonos en una rueda de preocupación que no tiene fin. El sueño,
más que sueño, se había convertido en una pesadilla en la que ella
-afortunadamente podía recordar algunos retazos del mismo- se veía literalmente
arrastrada por una masa informe, que una vez la engullía, acababa finalmente
por devolverla en una inmensa playa desierta. Y allí le sucedían cosas
prodigiosas que se negaba a aceptar. Obviamente -pensaba-, no era más que un
sueño; desde luego nada agradable por cierto. Le dolía la cabeza y tenía el
cuello y la espalda magullados, como si hubiese descendido en caída libre sin
estrellarse con el suelo. Todo era muy extraño -reflexionó de nuevo-, pero se
sentía impotente dejándose llevar una y otra vez por cuantas sensaciones
recorrían su cuerpo.
Si
tuviésemos que definir mejor la situación que estamos narrando, tendríamos que
preguntarle a la propia Enriqueta como comenzó todo. Sin embargo, ella misma
nos lo va a contar.
"Aquella mañana de lunes me había levantado como de costumbre a las claras
del día, justo cuando el gallo del tío Julián cantó por primera vez; más bien
hasta tres veces mientras me vestía para iniciar la jornada. Las nubes grises
barruntaban lluvia, pero eso a mí me ha dado siempre igual, que no soy persona
de acomplejarse o venirse abajo porque la naturaleza amenace con diluviar,
relampaguear y hasta tronar, aunque sé que esto último sí que asusta a mucha
gente.
La casa del
tío Julián está justo frente a la mía y la ventana de su cocina mira a la de mi
pequeño salón; de modo que en cuanto se levanta y enciende la luz puedo ver
como empieza a trajinar para prepararse el primer café. El es consciente de que
lo vigilo, por eso cuando pasa por delante de la ventana me hace un gesto de
corte de mangas que yo siempre me tomo a broma. Creo que es lógico sabiendo que
es viejo y está malito del corazón, esto último lo digo con cierta pena.
Además, no alcanzo a vislumbrar muy bien por qué he comenzado a hablar de mi
vecino cuando me habéis preguntado algo así como "qué es lo que a mí me
sucede". Pero mal rayos os parta, es un decir, y a mí también, no tengo
ni... -me muerdo la lengua-idea de lo que me pasa. Por eso he decidido
preguntárselo a tío Julián del que se dice que sabe mucho de hechizos y
encantamientos, y que al parecer todo le viene de su madre que en el pueblo,
tiempo atrás, tenía fama de ser bruja. Creo que es la mejor opción, dada la
experiencia que acumuló desde niño al ver a su madre tantas veces metida en
faena. Lo malo del asunto es que tío Julián, a pesar de ser en el fondo una
buena persona, tiene un temperamento intempestivo; lo cual equivale a decir que
es imprevisible. Así, que algo inquieta, esperé a que el reloj del ayuntamiento
marcara las campanadas del Ángelus y me dirigí con decisión a su casa y llamé a
la puerta
—Tío Julián, tío Julián, soy yo, su vecina Enriqueta.
—¿Quién va? Maldita sea mi suerte y maldita la madre que me parió,
que por eso estoy así, que no puedo dar ni un paso. ¿Quién va?
—Soy Enriqueta, su vecina. ¡Abra la puerta que no le voy a comer!
—Ya sé que eres Enriqueta: tu voz es para mí inconfundible. Seguro
que vienes a pedirme algo.
—Sí, señor Julián; algo muy importante.
—Si es así, no demoremos más estos preámbulos que para poco
sirven.
—Lo tomaré como un cumplido, señor Julián. ¿Cómo va ese cuerpo.
—Ni caso; cualquier día lo tiro por la azotea, y a mí con él.
—Usted tan terrible como siempre.
—Es lo que me queda; así me vengo de esta maldita vida...
No quise echar más leña al fuego y entré a la casa que estaba en
penumbra. Aún olía a café y a cerrado, que don Julián no era amante de orearla
mucho hasta muy entrada la primavera. Decía que así conservaba mejor el calor,
que él ya no estaba para dispendios, ni siquiera para gastarse sus dineros en
hatillos de leña.
—Cuéntame, Enriqueta. Veo que traes muy mala cara.
—Si fuese sólo mala cara, que es lo que se ve por fuera... Por
dentro estoy mucho más pálida, que no sé qué me viene pasando desde hace varios
días. Se lo pregunto sin más: ¿usted qué opina del poder de las palabras?
—Hay palabras que el viento se las lleva, pero otras tienen fuerza
las jodías; se pegan a todo lo que encuentran, y al decirlas, pueden hacer
realidad lo que dicen.
—¡Quía, señor Julián: eso me parece imposible!
—Imposible creía yo al principio; y más tarde comprendí cuanto
poder puede tener una palabra dicha en el momento justo en que hay que
pronunciarla.
—¿Pero es que yo no sé por qué hablo lo que hablo? Me salen las palabras
de dentro y no puedo pararlas ¿Es eso posible, don Julián? Llevo tres noches
que no puedo conciliar el sueño por todo lo que me pasa.
—A veces lo que nos parece imposible puede tener mucha más
verosimilitud que todas las cosas ordinarias. La madre Naturaleza es prodigiosa
y ha dotado a algunas de sus criaturas con poderes extraordinarios: sólo es
cuestión de experimentarlos hasta controlar esas fuerzas que se mueven, que nos
mueven por debajo de aquello que nos parece lo único visible. ¿Me crees ahora,
Enriqueta?
—Si fuese otra persona, no; pero viniendo de usted es para
pensárselo. Hace algún tiempo que lo conozco y he visto que no le gusta
fanfarronear.
—Con estas cosas, hija mía, no se juega; que es lo mismo que tentar
al diablo.
—¡Me asusta, don Julián! Y para sustos ya tengo bastante.
—Bueno, dejémonos de rodeos. Cuéntame que eres capaz de hacer
cuando piensas en algo y lo dices en voz alta.
—No sé como comenzar, pero voy a hacerlo.
Al principio fue como si estuviese, digamos, en otro mundo; los
objetos que me rodeaban parecían haber cobrado vida. No es que hablaran ni nada
de eso, pero de pronto se movían levemente, desplazándose hacia un lado y otro
desde el lugar en que los había puesto. Sin embargo, en ningún momento
relacioné esos pequeños escarceos conmigo misma. Todo era tan extraño que me
obsesioné con pensar que estaba loca. ¿Sabe por qué se lo digo, don Julián?
Pues porque cuando murió mi querido Ambrosio Casamayor también me ocurrieron
cosas raras que me pusieron en alerta sobre lo que puede ser real o no.
—Es normal esa impresión hasta que no se ha tenido ningún
encuentro con el más allá.
—¿Pero existe el más allá?
—Claro que existe, hija mía, cómo si no mi madre habría hecho
tantos milagros. Los llamo así porque llegó a sanar animales, e incluso a
personas. Si no lo hubiese visto con mis propios ojos, jamás se me hubiese
ocurrido ni siquiera abrir la boca; me parecería tanto o más que blasfemar.
Pero todo es tan cierto como que tu y yo estamos aquí y ahora juntos, y que
puede que mañana no vuelva a ver el sol.
—No me apene, señor Julián; que su corazón no se va a romper, al
menos de momento.
—A estas alturas de mi vida el corazón es lo de menos; más me
preocupa mi alma. Ahora, no obstante, eres tú quien más intrigado me tienes.
Cuéntame algo más, que estoy en
ascuas.
—Lo que más miedo me dio fue justo el otro día en que sentí como
una fijación que no podía parar y me pedía levantar en el aire la olla en la
que cocinaba un puchero. Inexplicablemente se elevó casi tres dedos, y
finalmente -se iba y se venía a mis manos- pude manejarla hasta que la deposité
nuevamente sobre el hornillo. ¡Qué susto, don Julián!
—La cosa promete, Enriqueta. Yo conocía muy bien a tu difunto
Ambrosio, que en paz descanse: aquel ataque al corazón lo fulminó cuando aún
tenía mucho que entregar a la vida; a ti más. Tengo una curiosidad: ¿se te
apareció de alguna forma en los días posteriores a su fallecimiento. ¿Notaste
alguna vez su presencia?
—¡Uf!, se me ponen los pelos de punta! Desde la primera noche, don
Julián, pude notar su presencia en forma de un inconfundible peso sobre el
colchón, pero a los pies de mi cama. Digo, que se podía apreciar perfectamente
que los flejes que sustentaban el colchón se hundían, subían y bajaban
suavemente. Así por lo menos durante una semana; luego, nada de nada... Se
esfumó para siempre.
—Sí, así suele ocurrir con algunos difuntos, que añoran su casa y
pertenencias, a las personas con las que han convivido. Más tarde en la mayoría
de los casos se les aclaran las cosas -alguien se lo tiene que hacer ver- y
vuelven -supongo- a otro plano superior. Aquí todo son conjeturas, pero mi
madre hacía sesiones de espiritismo y podía conseguir que los fallecidos se
comunicasen con el mundo de los vivos: yo pude asistir de niño a algunas de
ellas. Por eso creo y puedo darte fe de que tú tienes, hija mía, poderes especiales.
De ti depende que quieras o no usarlos. De todas maneras, te recomiendo que
tengas mucha precaución, ya que "el otro lado" no es nada seguro. Eso
solía decirme siempre mi madre: ¡Julián, ándate con mucho cuidado: algunas
almas son muy traviesas.
—Yo no pienso meterme en problemas. ¿Quién me llama señor Julián?
—El misterio, hija mía. Aunque creas lo contrario, no eres dueña
de casi nada. Y una vez que se ha despertado en ti esa fuerza debes de asumir
que habrá de acompañarte toda tu vida. Yo, por ejemplo, la he usado muchas
veces para hablar con mi madre. Harto de este mundo, quería irme, pero ella me
decía: "Todavía no es tu hora, Julianito; ya llegará". ¿No es eso un
consuelo?
—Y para que me sirve, señor Julián? ¿Acaso me va a devolver a mi
Ambrosio?
—No pongas en duda el poder de Dios. Si lo quieres, Él te ayudará.
—Claro que lo deseo, a mí eso de levantar ollas o curar
enfermedades -que Dios me perdone- no me llama, por más que las manos se me
muevan de un lado para otro al compás de mis pensamientos. ¡Ojalá pudiera ver a
mi Ambrosio en cuerpo y alma!
—¡Lo verás hija mía! Sí lo quieres, ese será tu premio en vida; no
lo olvides".
Y oídas estas últimas palabras dichas por don Julián, todo se
desvaneció, incluido él mismo. Y Enriqueta se vio a sí misma arrojada de nuevo
a la playa de la que ella hablaba. Todo era muy extraño e inexplicable,
especialmente la presencia de aquella masa informe que se la tragaba sin más y
luego literalmente la devolvía sobre la dorada y cálida arena. Para cerciorarse
de donde estaba sostuvo entre sus manos un pequeño puñado de granos,
y al dejarlos caer se transportó de pronto a un nuevo y conocido lugar. Miró
perpleja alrededor de su cuerpo y pudo comprobar que estaba sola y tendida
sobre la amplia cama de su dormitorio. En ese mismo instante oyó cantar
hasta tres veces al gallo del señor Julián. Por fin cayó en la cuenta: un
nuevo día había amanecido.