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... de la Red |
Mi abuelo Anselmo tenía la maldita costumbre -maldita sí,
siento decirlo- de hacer siempre lo que se le metía entre ceja y ceja, pues era
más terco que una mula. Y no lo digo yo, lo decía mi padre, que lo sufrió en
carnes, incluso mi madre que en paz descanse; lo decían igualmente sus
hermanos, especialmente su hermana Elvira, que lo quería más que a las niñas de
sus ojos; y ahora, con conocimiento de causa, lo reafirmo yo mismo, su nieto
Mario, el que escribe este breve relato frisando ya la edad de sesenta años.
Todo cuanto
demostraba de montaraz y tozudo, de atrevido, lo contrarrestaba con creces con
su natural bondad, claro está que para llegar a las sedosas y tranquilas aguas
de ese lago había que navegar muchas veces, casi siempre, a contracorriente,
incluso con marejada a punto de convertirse en galerna, que así era este abuelo
mío, al que recuerdo con gran cariño.
No es nada
extensa ni complicada esta historia que quiero contaros, que suelen ser así,
por lo natural, las cosas que suceden entre un nieto y un abuelo; pero he de
reconocer que tampoco los hechos podrían ser dibujados con un simple trazo de
tiralíneas, que las cuestiones del alma tienen formas sinuosas, como la misma
curvatura de nuestro corazón. Y de eso se trata, para ser más exactos: de una
carrera con corazón.
Los
acontecimientos se iniciaron, como el que no quiere la cosa, casi por azar,
supongo, un pensar y hacer, un arrojo movido por la inconsciencia de un abuelo
queriendo demostrar a su nieto que aún le queda algo de sangre de deportista en
sus venas; el recuerdo de aquel corredor aficionado al ciclismo que ganó en más
de una ocasión alguna que otra medalla por carreras realizadas en los
alrededores de su pueblo, incluso en su comarca, una vez campeón regional de ciclismo de montaña de
Asturias, allá por el año 1905.
Era un
sábado como otro cualquiera, en el inicio del verano, y mi abuelo solía
visitarnos casi siempre alrededor del mediodía. Lo habitual en él
consistía en tomarse nada más llegar un
café bien caliente y cargado que le preparaba mi madre, pues a pesar de sus
años, y no siendo nada recomendable, seguía sintiendo una fuerte atracción por
la cafeína, generalmente a esas horas. Sin embargo, aquel sábado, no podríamos
considerarlo uno más, no vino solo sino acompañado de su vieja bicicleta de
carreras, su "querida Enriqueta", como él la llamaba, en honor a su
mujer, mi abuela paterna, por la que sintió a lo largo de toda su vida, hasta
su temprano fallecimiento, un fervor especial.
No mucho
más habría que decir acerca de la pequeña aventura que arranca a partir de
aquí, si no hubiese sido porque acabó en tragedia: así de cruel es a veces la
vida. Pero retomemos de nuevo esta historia.
Nada más
beberse el café en nuestra presencia, habiendo compartido un rato de amena
charla, se dirigió a mí y me dijo:
-- ¡Venga,
Mario, coge tu bicicleta, que vamos a subirnos esa cuestecita que tu y yo
conocemos tan bien.
-- Estas
seguro, abuelo, mira que a estas horas y en estas fechas ya, el calor comienza
a apretar --contesté sumido en una oscura preocupación.
-- ¡Se lo
estás diciendo, acaso, a un curtido corredor como yo, con este pedazo de
bicicleta hecha con fibra del corazón! --exclamó exuberante.
-- Papá
--intervino mi padre--, coincido con tu nieto Mario; no lo veo prudente.
--
¡Tonterías, no ves que todavía soy un chiquillo!
-- Anselmo,
haz caso a tu hijo y no seas testarudo --terció mi madre.
Pero como
era de prever, todo fue imposible. Se subió a su bicicleta y me espetó:
"¡a qué esperas, cobardica!"
La Cuesta
de las Moras, así llamada por la abundancia que de este arbusto florecía junto
a los márgenes de sus frondosas laderas, no tenía una pendiente excesivamente
pronunciada. La conocíamos perfectamente y su recorrido no era mucho mayor de
trescientos metros; no obstante, aún así había que contar con otras variables,
pues el día se mostraba excesivamente caluroso y la edad de mi abuelo, a sus
setenta años cumplidos, no podía considerarse ninguna ventaja.
Así que yo,
intuyendo el potencial riego que podría sobrevenirnos, me adelanté hasta
colocarme en cabeza, no sin antes advertirle que me siguiera, pero sin apurar,
que el objetivo no era otro que subir para contemplar desde arriba el hermoso
panorama del pueblo y su recoleto valle. Ninguna de mis observaciones hizo su
efecto, y a los pocos minutos lo tenía a mi altura en paralelo, esforzándose
por adelantarme.
-- ¡Abuelo.
baja el ritmo --le grité--, por favor, te vas a agotar en el intento; no te
conviene.
-- Esta
cuesta me la ventilaba yo cuando tenía sólo doce años --replicó en un tono que
advertí tembloroso en su voz.
-- Pero
ahora no los...
No me dio
tiempo a acabar la frase, pues como él pretendía hacer el adelantamiento por mi
lado derecho, esprintando, cayó en ese mismo instante de bruces sobre la
estrecha cuneta de la carretera.
--¡Abuelo,
te lo dije: eres un testarudo incorregible! Voy a ayudarte a que te levantes y
regresamos de inmediato a casa.
Pero nada
más pude hacer por él, sólo ver como moría en mis brazos
-- Mario,
hijo mío, me voy; tu abuela Enriqueta me está llamando... --fueron sus última
palabras.
--¡Maldita
sea, abuelo, te lo advertí!
Ningún otro
sonido más pude percibir; solo la quietud silenciosa de aquel lugar y mi
agitada respiración mientras observaba el cuerpo de mi abuelo Anselmo, caído
sobre la cuneta y ya sin vida.
El resto no
merece la pena ser contado ni recordado. Al día siguiente, celebramos la misa
de difuntos y lo enterramos en el pequeño cementerio de su pueblo natal. Y así,
simplemente, de una feroz bofetada, acabó su vida, que ninguna otra explicación
podríamos dar a los avatares que la mano del Destino maneja; sólo servirle como
fiel escribano de esta negra crónica que acabo de relataros.
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