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... de la Red |
"Sueño de sueños, hilados entre sueños, dentro de ese cine de máscaras que somos nosotros mismos: el cine de las sábanas blancas".
El actor descorrió la sábana que ocultaba su faz bajo la luz de gas. Iracundo, corroído por el espanto de no saber dónde estaba, percibió primero el movimiento de las sombras que ocupaban los asientos de la sala y se tranquilizó; luego, algo más calmado, pudo advertir el andar titubeante y las exageradas perlas de sudor que se deslizaban por la cara amoratada de su antagonista en la película de cine mudo que protagonizaban.
Sin embargo, en la pantalla, totalmente blanca, saltó la sangre y se esparció sobre la cabeza descoyuntada de una monstruosa muñeca, mientras siete caballitos de mar, que recorrían nadando los cielos, traían las primeras estrellas de la noche prendidas en sus pequeñas bocas. Los espectadores, petrificados, completamente absortos e imantados por la diabólicas butacas, tuvieron que contemplar a la fuerza cómo se desarrollaba la terrorífica escena. De pronto, los caballitos de mar convulsionaron abruptamente y se transformaron todos a una en un terrible dragón de siete cabezas que engullía cuanto encontraba a su paso. El fuego derretía los muebles del escenario, las hermosas telas de lino traídas expresamente de Egipto.
Un atrezzista grito: "Fuego, fuego, el teatro se quema y con él se acaba la representación de cine mudo; salgan rápidamente, evacúen la sala".
Mientras esto decía aquel pobre hombre, y los espectadores huían despavoridos, el dragón volaba rozando con sus nervudas alas el rico artesonado del techo del teatro y desportillaba a la vez las molduras que adornaban, con un recargado gusto rococó, los suntuosos palcos rematados por doradas pinturas. En ese justo momento, al oír los aparatosos gritos del gentío, desperté. Lamentablemente no pude ver la función completa. Otra vez será, espero -me dije-: que las pesadillas suelen repetirse siempre.