martes, 2 de junio de 2020

Abracadabra





            Enriqueta no conocía la causa de aquellos misteriosos sucesos, y todo le parecía increíble, por más que intentara buscarle una explicación. Se había levantado muy cansada por el agotamiento de la noche anterior que la había mantenido en vela casi todo el tiempo, que ya se sabe que cuando una preocupación se adueña por completo de nuestros pensamientos nos impide descansar sumiéndonos en una rueda de preocupación que no tiene fin. El sueño, más que sueño, se había convertido en una pesadilla en la que ella -afortunadamente podía recordar algunos retazos del mismo- se veía literalmente arrastrada por una masa informe, que una vez la engullía, acababa finalmente por devolverla en una inmensa playa desierta. Y allí le sucedían cosas prodigiosas que se negaba a aceptar. Obviamente -pensaba-, no era más que un sueño; desde luego nada agradable por cierto. Le dolía la cabeza y tenía el cuello y la espalda magullados, como si hubiese descendido en caída libre sin estrellarse con el suelo. Todo era muy extraño -reflexionó de nuevo-, pero se sentía impotente dejándose  llevar una y otra vez por cuantas sensaciones recorrían su cuerpo.       
          Si tuviésemos que definir mejor la situación que estamos narrando, tendríamos que preguntarle a la propia Enriqueta como comenzó todo. Sin embargo, ella misma nos lo va a contar.
          "Aquella mañana de lunes me había levantado como de costumbre a las claras del día, justo cuando el gallo del tío Julián cantó por primera vez; más bien hasta tres veces mientras me vestía para iniciar la jornada. Las nubes grises barruntaban lluvia, pero eso a mí me ha dado siempre igual, que no soy persona de acomplejarse o venirse abajo porque la naturaleza amenace con diluviar, relampaguear y hasta tronar, aunque sé que esto último sí que asusta a mucha gente.
          La casa del tío Julián está justo frente a la mía y la ventana de su cocina mira a la de mi pequeño salón; de modo que en cuanto se levanta y enciende la luz puedo ver como empieza a trajinar para prepararse el primer café. El es consciente de que lo vigilo, por eso cuando pasa por delante de la ventana me hace un gesto de corte de mangas que yo siempre me tomo a broma. Creo que es lógico sabiendo que es viejo y está malito del corazón, esto último lo digo con cierta pena. Además, no alcanzo a vislumbrar muy bien por qué he comenzado a hablar de mi vecino cuando me habéis preguntado algo así como "qué es lo que a mí me sucede". Pero mal rayos os parta, es un decir, y a mí también, no tengo ni... -me muerdo la lengua-idea de lo que me pasa. Por eso he decidido preguntárselo a tío Julián del que se dice que sabe mucho de hechizos y encantamientos, y que al parecer todo le viene de su madre que en el pueblo, tiempo atrás, tenía fama de ser bruja. Creo que es la mejor opción, dada la experiencia que acumuló desde niño al ver a su madre tantas veces metida en faena. Lo malo del asunto es que tío Julián, a pesar de ser en el fondo una buena persona, tiene un temperamento intempestivo; lo cual equivale a decir que es imprevisible. Así, que algo inquieta, esperé a que el reloj del ayuntamiento marcara las campanadas del Ángelus y me dirigí con decisión a su casa y llamé a la puerta
—Tío Julián, tío Julián, soy yo, su vecina Enriqueta.
—¿Quién va? Maldita sea mi suerte y maldita la madre que me parió, que por eso estoy así, que no puedo dar ni un paso. ¿Quién va?
—Soy Enriqueta, su vecina. ¡Abra la puerta que no le voy a comer!
—Ya sé que eres Enriqueta: tu voz es para mí inconfundible. Seguro que vienes a pedirme algo.
—Sí, señor Julián; algo muy importante.
—Si es así, no demoremos más estos preámbulos que para poco sirven.
—Lo tomaré como un cumplido, señor Julián. ¿Cómo va ese cuerpo.
—Ni caso; cualquier día lo tiro por la azotea, y a mí con él.
—Usted tan terrible como siempre.
—Es lo que me queda; así me vengo de esta maldita vida...
No quise echar más leña al fuego y entré a la casa que estaba en penumbra. Aún olía a café y a cerrado, que don Julián no era amante de orearla mucho hasta muy entrada la primavera. Decía que así conservaba mejor el calor, que él ya no estaba para dispendios, ni siquiera para gastarse sus dineros en hatillos de leña.
—Cuéntame, Enriqueta. Veo que traes muy mala cara.
—Si fuese sólo mala cara, que es lo que se ve por fuera... Por dentro estoy mucho más pálida, que no sé qué me viene pasando desde hace varios días. Se lo pregunto sin más: ¿usted qué opina del poder de las palabras?
—Hay palabras que el viento se las lleva, pero otras tienen fuerza las jodías; se pegan a todo lo que encuentran, y al decirlas, pueden hacer realidad lo que dicen.
—¡Quía, señor Julián: eso me parece imposible!
—Imposible creía yo al principio; y más tarde comprendí cuanto poder puede tener una palabra dicha en el momento justo en que hay que pronunciarla.
—¿Pero es que yo no sé por qué hablo lo que hablo? Me salen las palabras de dentro y no puedo pararlas ¿Es eso posible, don Julián? Llevo tres noches que no puedo conciliar el sueño por todo lo que me  pasa.
—A veces lo que nos parece imposible puede tener mucha más verosimilitud que todas las cosas ordinarias. La madre Naturaleza es prodigiosa y ha dotado a algunas de sus criaturas con poderes extraordinarios: sólo es cuestión de experimentarlos hasta controlar esas fuerzas que se mueven, que nos mueven por debajo de aquello que nos parece lo único visible. ¿Me crees ahora, Enriqueta?
—Si fuese otra persona, no; pero viniendo de usted es para pensárselo. Hace algún tiempo que lo conozco y he visto que no le gusta fanfarronear.
—Con estas cosas, hija mía, no se juega; que es lo mismo que tentar al diablo.
—¡Me asusta, don Julián! Y para sustos ya tengo bastante.
—Bueno, dejémonos de rodeos. Cuéntame que eres capaz de hacer cuando piensas en algo y lo dices en voz alta.
—No sé como comenzar, pero voy a hacerlo.
Al principio fue como si estuviese, digamos, en otro mundo; los objetos que me rodeaban parecían haber cobrado vida. No es que hablaran ni nada de eso, pero de pronto se movían levemente, desplazándose hacia un lado y otro desde el lugar en que los había puesto. Sin embargo, en ningún momento relacioné esos pequeños escarceos conmigo misma. Todo era tan extraño que me obsesioné con pensar que estaba loca. ¿Sabe por qué se lo digo, don Julián? Pues porque cuando murió mi querido Ambrosio Casamayor también me ocurrieron cosas raras que me pusieron en alerta sobre lo que puede ser real o no.
—Es normal esa impresión hasta que no se ha tenido ningún encuentro con el más allá.
—¿Pero existe el más allá?
—Claro que existe, hija mía, cómo si no mi madre habría hecho tantos milagros. Los llamo así porque llegó a sanar animales, e incluso a personas. Si no lo hubiese visto con mis propios ojos, jamás se me hubiese ocurrido ni siquiera abrir la boca; me parecería tanto o más que blasfemar. Pero todo es tan cierto como que tu y yo estamos aquí y ahora juntos, y que puede que mañana no vuelva a ver el sol.
—No me apene, señor Julián; que su corazón no se va a romper, al menos de momento.
—A estas alturas de mi vida el corazón es lo de menos; más me preocupa mi alma. Ahora, no obstante, eres tú quien más intrigado me tienes. Cuéntame algo más, que estoy en ascuas.       
—Lo que más miedo me dio fue justo el otro día en que sentí como una fijación que no podía parar y me pedía levantar en el aire la olla en la que cocinaba un puchero. Inexplicablemente se elevó casi tres dedos, y finalmente -se iba y se venía a mis manos- pude manejarla hasta que la deposité nuevamente sobre el hornillo. ¡Qué susto, don Julián!
—La cosa promete, Enriqueta. Yo conocía muy bien a tu difunto Ambrosio, que en paz descanse: aquel ataque al corazón lo fulminó cuando aún tenía mucho que entregar a la vida; a ti más. Tengo una curiosidad: ¿se te apareció de alguna forma en los días posteriores a su fallecimiento. ¿Notaste alguna vez su presencia?
—¡Uf!, se me ponen los pelos de punta! Desde la primera noche, don Julián, pude notar su presencia en forma de un inconfundible peso sobre el colchón, pero a los pies de mi cama. Digo, que se podía apreciar perfectamente que los flejes que sustentaban el colchón se hundían, subían y bajaban suavemente. Así por lo menos durante una semana; luego, nada de nada... Se esfumó para siempre.
—Sí, así suele ocurrir con algunos difuntos, que añoran su casa y pertenencias, a las personas con las que han convivido. Más tarde en la mayoría de los casos se les aclaran las cosas -alguien se lo tiene que hacer ver- y vuelven -supongo- a otro plano superior. Aquí todo son conjeturas, pero mi madre hacía sesiones de espiritismo y podía conseguir que los fallecidos se comunicasen con el mundo de los vivos: yo pude asistir de niño a algunas de ellas. Por eso creo y puedo darte fe de que tú tienes, hija mía, poderes especiales. De ti depende que quieras o no usarlos. De todas maneras, te recomiendo que tengas mucha precaución, ya que "el otro lado" no es nada seguro. Eso solía decirme siempre mi madre: ¡Julián, ándate con mucho cuidado: algunas almas son muy traviesas.
—Yo no pienso meterme en problemas. ¿Quién me llama señor Julián?
—El misterio, hija mía. Aunque creas lo contrario, no eres dueña de casi nada. Y una vez que se ha despertado en ti esa fuerza debes de asumir que habrá de acompañarte toda tu vida. Yo, por ejemplo, la he usado muchas veces para hablar con mi madre. Harto de este mundo, quería irme, pero ella me decía: "Todavía no es tu hora, Julianito; ya llegará". ¿No es eso un consuelo?
—Y para que me sirve, señor Julián? ¿Acaso me va a devolver a mi Ambrosio?
—No pongas en duda el poder de Dios. Si lo quieres, Él te ayudará.
—Claro que lo deseo, a mí eso de levantar ollas o curar enfermedades -que Dios me perdone- no me llama, por más que las manos se me muevan de un lado para otro al compás de mis pensamientos. ¡Ojalá pudiera ver a mi Ambrosio en cuerpo y alma!
—¡Lo verás hija mía! Sí lo quieres, ese será tu premio en vida; no lo olvides".
Y oídas estas últimas palabras dichas por don Julián, todo se desvaneció, incluido él mismo. Y Enriqueta se vio a sí misma arrojada de nuevo a la playa de la que ella hablaba. Todo era muy extraño e inexplicable, especialmente la presencia de aquella masa informe que se la tragaba sin más y luego literalmente la devolvía sobre la dorada y cálida arena. Para cerciorarse de donde estaba sostuvo entre sus manos un pequeño puñado de granos, y al dejarlos caer se transportó de pronto a un nuevo y conocido lugar. Miró perpleja alrededor de su cuerpo y pudo comprobar que estaba sola y tendida sobre la amplia cama de su dormitorio.  En ese mismo instante oyó cantar hasta tres veces al gallo del señor Julián. Por fin cayó en la cuenta: un nuevo día había amanecido.

Robit el Robot




     Algunas noches, cuando ya estaba plácidamente dormida, me acercaba sigilosamente hasta el borde de su cama, y colocando suavemente mi boca sobre su oído, comenzaba a contarle un cuento de caballeros y princesas; pues me había imaginado que al hacerlo ella podría repetírmelo con todo lujo de detalles al despertar. Ya sé que eran fantasías mías nada más; y es que a veces, sólo a veces, sin saber por qué, me transformo en un niño. 

     Pero en aquella ocasión mi imaginación me fallaba, ya que todo el repertorio se me había agotado. Y fue entonces cuando me las ingenié para inventarme una historia en el que su protagonista principal fuese un robot. He aquí el relato: 

                                                           "Robit el robot" 



     «Muchas veces he pensado cómo sería tener un alma de robot; bueno, yo lo expreso así porque hace algún tiempo vi una película en la que a un robot le implantaban un disco duro que daba vueltas y vueltas dentro de él y podía interactuar a través de imágenes, palabras y complejas comunicaciones previamente grabadas. Algunos ya conocéis que el disco duro de una computadora tiene un platillo y una cabeza lectora que funcionan por marcas o surcos, casi como si planease en el aire sin llegar a tocar su impoluta superficie, ejecutando un programa que previamente ha creado un programador. ¿No es eso así? Como podéis imaginar al final el ser humano intenta emular lo que de alguna manera ha hecho ya el Creador, o si se quiere, «El Programador de todo el Universo». Por eso muy a menudo me pregunto: ¿Hasta qué punto estamos nosotros también programados? ¿No son acaso nuestros genes, por ejemplo, un sofisticado programa biológico que alguien nos ha implantado? Y es por eso también (ahora sí lo entenderéis mejor) que sigo estando tan interesado en establecer tal analogía con el robot. 

     Lo cierto es que el robot, al menos ese que yo imagino, se me aparece constantemente en sueños y he llegado hasta hablar con él. Es tan real que su voz sale de mi pecho como si conformásemos una sola entidad. Yo mismo me extraño y a la vez me maravillo de las sutilezas de mi mente al crear una máquina que tiene emociones, que llora y se alegra por las cosas que le suceden, que piensa y tiene proyectos a largo plazo como si creyese que dispone de suficiente tiempo para vivir. Y no sabe que todo eso que lo inunda es un prodigio que está al alcance de mi mano; en realidad soy yo el que puede darle o quitarle su existencia de un plumazo si lo deseo; pero es evidente que de momento no se me ocurriría hacer eso. Creo que tal vez podría perjudicarme yo también. 

     Esta idea tan machacona del robot tiene su origen en una pequeña experiencia que tuve cuando era muy niño. Tendría unos cinco años cuando mi padre Erich (que como sabéis tenía su pequeño taller instalado en el sótano de la casa) me mostró que se podía construir un robot usando algunas piezas viejas de un cochecito de engranajes, latas usadas de distintos tamaños y unos cables, una pila pequeña y dos bombillas de linternas. ¡Resultaba tan fácil! Ahora os lo sigo contando. 

     Cortando las latas de acuerdo con unas dimensiones precisas, y una vez bien ensambladas, construyó la cabeza, el tórax, los brazos y las piernas. Y para los pies, utilizó dos piececitas de plomo sobre la que se sustentaba el cuerpo entero. No podía caminar, pero al menos movía los brazos y la cabeza y sus ojos resplandecían como dos pequeños faros frente a mí, tanto que llegaban a iluminar parte de mi habitación cuando ésta se hallaba a oscuras. Mi padre lo bautizó con el sencillo nombre de Robit; tal vez no fuera muy original, pero si al nombrarlo lo uníamos con su denominación común, más que sonar, resonaba: "Robit el robot". 

     Y es que mis amigos tenían muchos y buenos juguetes, pero ninguno podía igualarse a Robit. Para mí era como si fuese de verdad, porque yo sabía perfectamente como estaba hecho por dentro; podía imaginar cada una de sus partes y de qué manera al moverse rechinaban los engranajes de cuerda y rozaban las juntas de las latas entre sí. Para mí tenía vida. Por eso Robit una noche me habló, o yo soñé que me hablaba. 

     Aquella noche, como de costumbre, mis padres me habían acostado en mi cama, y una vez me hube tranquilizado un poco, mi madre eligió contarme un cuento de vikingos: esos nórdicos feroces que tenían costumbres paganas y viajando en sus drakkars arrasaron todas las costas atlánticas de Europa desde Escandinavia hasta Algeciras. Yo conocía bien algunas historias de Odín, Thor y Frey, sus dioses principales; pero hoy no me referiré a ellas. 

     De modo, que después de que me dieran un cariñoso beso acompañado de un hasta mañana, amor, la habitación quedó sumida en una profunda oscuridad a la que no acababa de acostumbrarme. Y fue justo en ese momento (antes de que comenzara a darle vueltas a aquella historia de vikingos y finalmente me durmiera), cuando sucedió un mágico imprevisto. Desde el lado derecho de mi cama, encima de la mesita de noche, se activaron dos potentes ojos, como faros encendidos en la oscuridad; eran las bombillas de Robit, que en modo alguno debían de haberse iluminado. En ese preciso instante, su cabecita metálica se giró hacia mí y mirándome fijamente me dijo: 

     -- Kurt, tengo ganas de ser como tú. Conocerte por dentro, como tú me conoces a mí y saber qué es lo que piensas en cada momento. ¿Podría ser eso posible, amigo? 

     Recuerdo que mantuve la mirada fija para comprobar si era verdad aquello que me parecía haber visto y oído, pero nada nuevo sucedió. Robit, como una sombra más entre las sombras de la habitación, permanecía quieto y en silencio. Por eso aún hoy cada vez que lo pienso me pregunto: ¿Pudo ser aquello cierto? ¿Es posible que un robot pueda tener alma? 

     Sigo sin hallar contestación alguna a estas dos preguntas que de vez en cuando me inquietan y persiguen. Lo que sí quiero deciros es que Robit, algo más viejo que cuando mi padre lo construyó para mi, sigue acompañándome todavía en mis noches oscuras de insomnio.» 

     Lo curioso del caso, es que nada más acabar, se despertó, y al verme junto a ella me dijo: 

     —Papá, ¿qué haces aquí?. Tengo la boca seca; dame un poquito de agua. —y continuó hablándome—. Sabes una cosa, papá, he estado soñando con un niño y su robot; creo que se llaman «Kurt» y «Robit». Mañana, cuando estemos desayunado, te cuento la historia. ¡Es preciosa, papá! 

     —De acuerdo: mañana me la cuentas. Y ahora… ¡a dormir! 

     —Sí, papá.