martes, 23 de enero de 2018

El día de la liberación


... de la Red

-- Pronto, date prisa, vístete. Nuestro capitán quiere que te salvemos. No tienes culpa de que te hayan encausado; eres totalmente inocente: lo sabemos. Hemos venido para sacarte de este lugar antes de que te maten.
-- ¿Quiénes sois? No es la primera vez que aparecéis por aquí. Siempre lo mismo: estoy harto de soñar con salir de esta ratonera antes de que me liquiden. ¡Promesas, nada más que promesas! Y luego al final mira en que se quedan.
Se fijó en el hombrecillo sosteniendo una brillante bola metálica en la mano derecha; y en la izquierda, una pistolita que parecía de juguete, la cual agitaba enérgicamente en el aire mientras hablaba con nerviosismo. Por un momento aquella escena le pareció una broma de muy mal gusto.
-- Vuelvo a preguntaros: ¿quiénes sois?
-- ¿No me reconoces, Brus? --dijo el hombrecillo.
-- Ahora que me fijo bien, tengo una imagen borrosa de ti, como si te hubiese visto en sueños. --Respondió Brus algo desconcertado.
-- Soy Malcom, tu amigo Malcom. ¿No te acuerdas de mí? Hemos hecho tantas fechoría juntos, que más te vale no acordarte; algunas no son aptas para contar.
El hombrecillo hablaba mientras valiéndose de una rara habilidad hacía rebotar la bola metálica sobre las paredes de la pequeña habitación; pero Brus comprobó que no se producía ruido alguno cuando ésta estallaba hasta abombarse para luego recuperar de nuevo su forma. Nada hacía temer que pudiera despertarse la atención de los guardias del recinto.
-- ¡Pero no veis que esta es la única ropa que me han dado! ¿Y encima queréis que me vista? Lo que yo digo: alucino en colores.
-- Brus, tú siempre tan protestón. Cuando éramos cadetes en la Escuela Militar de Felicity te daban dos patadas allí mismo cada vez que teníamos que levantarnos a las cinco de la madrugada para hacer maniobras.
-- Ya sabes, endemoniada criatura, ya me voy acordando de ti, que entré allí por imposición de mis padres. Y así me ha ido, pues de esta no salgo.
-- ¡Tontería: te vamos a sacar ahora mismo!
El amigo Malcom, extendió su mano derecha sin soltar aquella bola magnética y se la ofreció a Brus, que en seguida notó un fuerte tirón, una dura sacudida que le pareció que lo levantaba de su cama hasta elevarlo en el aire; y eso fue todo. De pronto despertó de aquel extraño sueño, tantas veces soñado, y vio de nuevo al hombrecillo que esta vez vestía de uniforme gris, gorra, pistola en el cinto y lo agarraba con su mano derecha. Ya no portaba aquella mágica bola brillante que hacia rebotar con fruición contra las paredes de su habitación; pues algo más consciente pudo comprobar, no sin cierta contrariedad, que seguía hallándose en la celda que ocupaba desde siempre en una cárcel estatal. Estaba allí por haber matado a un hombre hacia cinco años en una pelea de bar, cuando aún era cadete. Nunca llegó a graduarse, como querían sus padres, y terminó siendo un preso al que hoy, justo a las cinco de la madrugada, iban a ejecutar en la silla eléctrica.
Brus contempló por última vez al hombrecillo, al que apodaban así por su pequeña estatura y su aspecto de joven barbilampiño, mientras éste se dirigía a él y le decía en tono firme:
-- Vamos Brus, llegó la hora...


                                      



miércoles, 10 de enero de 2018

Una carrera con corazón



... de la Red

             Mi abuelo Anselmo tenía la maldita costumbre -maldita sí, siento decirlo- de hacer siempre lo que se le metía entre ceja y ceja, pues era más terco que una mula. Y no lo digo yo, lo decía mi padre, que lo sufrió en carnes, incluso mi madre que en paz descanse; lo decían igualmente sus hermanos, especialmente su hermana Elvira, que lo quería más que a las niñas de sus ojos; y ahora, con conocimiento de causa, lo reafirmo yo mismo, su nieto Mario, el que escribe este breve relato frisando ya la edad de sesenta años.
            Todo cuanto demostraba de montaraz y tozudo, de atrevido, lo contrarrestaba con creces con su natural bondad, claro está que para llegar a las sedosas y tranquilas aguas de ese lago había que navegar muchas veces, casi siempre, a contracorriente, incluso con marejada a punto de convertirse en galerna, que así era este abuelo mío, al que recuerdo con gran cariño.
            No es nada extensa ni complicada esta historia que quiero contaros, que suelen ser así, por lo natural, las cosas que suceden entre un nieto y un abuelo; pero he de reconocer que tampoco los hechos podrían ser dibujados con un simple trazo de tiralíneas, que las cuestiones del alma tienen formas sinuosas, como la misma curvatura de nuestro corazón. Y de eso se trata, para ser más exactos: de una carrera con corazón.
            Los acontecimientos se iniciaron, como el que no quiere la cosa, casi por azar, supongo, un pensar y hacer, un arrojo movido por la inconsciencia de un abuelo queriendo demostrar a su nieto que aún le queda algo de sangre de deportista en sus venas; el recuerdo de aquel corredor aficionado al ciclismo que ganó en más de una ocasión alguna que otra medalla por carreras realizadas en los alrededores de su pueblo, incluso en su comarca, una vez  campeón regional de ciclismo de montaña de Asturias, allá por el año 1905.
            Era un sábado como otro cualquiera, en el inicio del verano, y mi abuelo solía visitarnos casi siempre alrededor del mediodía. Lo habitual en él consistía  en tomarse nada más llegar un café bien caliente y cargado que le preparaba mi madre, pues a pesar de sus años, y no siendo nada recomendable, seguía sintiendo una fuerte atracción por la cafeína, generalmente a esas horas. Sin embargo, aquel sábado, no podríamos considerarlo uno más, no vino solo sino acompañado de su vieja bicicleta de carreras, su "querida Enriqueta", como él la llamaba, en honor a su mujer, mi abuela paterna, por la que sintió a lo largo de toda su vida, hasta su temprano fallecimiento, un fervor especial.
            No mucho más habría que decir acerca de la pequeña aventura que arranca a partir de aquí, si no hubiese sido porque acabó en tragedia: así de cruel es a veces la vida. Pero retomemos de nuevo esta historia.
            Nada más beberse el café en nuestra presencia, habiendo compartido un rato de amena charla, se dirigió a mí y me dijo:
            -- ¡Venga, Mario, coge tu bicicleta, que vamos a subirnos esa cuestecita que tu y yo conocemos tan bien.
            -- Estas seguro, abuelo, mira que a estas horas y en estas fechas ya, el calor comienza a apretar --contesté sumido en una oscura preocupación.
            -- ¡Se lo estás diciendo, acaso, a un curtido corredor como yo, con este pedazo de bicicleta hecha con fibra del corazón! --exclamó exuberante.
            -- Papá --intervino mi padre--, coincido con tu nieto Mario; no lo veo prudente.
            -- ¡Tonterías, no ves que todavía soy un chiquillo!
            -- Anselmo, haz caso a tu hijo y no seas testarudo --terció mi madre.
            Pero como era de prever, todo fue imposible. Se subió a su bicicleta y me espetó: "¡a qué esperas, cobardica!"
            La Cuesta de las Moras, así llamada por la abundancia que de este arbusto florecía junto a los márgenes de sus frondosas laderas, no tenía una pendiente excesivamente pronunciada. La conocíamos perfectamente y su recorrido no era mucho mayor de trescientos metros; no obstante, aún así había que contar con otras variables, pues el día se mostraba excesivamente caluroso y la edad de mi abuelo, a sus setenta años cumplidos, no podía considerarse ninguna ventaja.
            Así que yo, intuyendo el potencial riego que podría sobrevenirnos, me adelanté hasta colocarme en cabeza, no sin antes advertirle que me siguiera, pero sin apurar, que el objetivo no era otro que subir para contemplar desde arriba el hermoso panorama del pueblo y su recoleto valle. Ninguna de mis observaciones hizo su efecto, y a los pocos minutos lo tenía a mi altura en paralelo, esforzándose por adelantarme.
            -- ¡Abuelo. baja el ritmo --le grité--, por favor, te vas a agotar en el intento; no te conviene.
            -- Esta cuesta me la ventilaba yo cuando tenía sólo doce años --replicó en un tono que advertí tembloroso en su voz.
            -- Pero ahora no los...
            No me dio tiempo a acabar la frase, pues como él pretendía hacer el adelantamiento por mi lado derecho, esprintando, cayó en ese mismo instante de bruces sobre la estrecha cuneta de la carretera.
            --¡Abuelo, te lo dije: eres un testarudo incorregible! Voy a ayudarte a que te levantes y regresamos de inmediato a casa.
            Pero nada más pude hacer por él, sólo ver como moría en mis brazos
            -- Mario, hijo mío, me voy; tu abuela Enriqueta me está llamando... --fueron sus última palabras.
            --¡Maldita sea, abuelo, te lo advertí!
            Ningún otro sonido más pude percibir; solo la quietud silenciosa de aquel lugar y mi agitada respiración mientras observaba el cuerpo de mi abuelo Anselmo, caído sobre la cuneta y ya sin vida.
            El resto no merece la pena ser contado ni recordado. Al día siguiente, celebramos la misa de difuntos y lo enterramos en el pequeño cementerio de su pueblo natal. Y así, simplemente, de una feroz bofetada, acabó su vida, que ninguna otra explicación podríamos dar a los avatares que la mano del Destino maneja; sólo servirle como fiel escribano de esta negra crónica que acabo de relataros.
                                    

lunes, 8 de enero de 2018

"Tócala otra vez, San"


 
... de la Red


             Hoy he visitado el Café de siempre: mi preferido. Pero lo he hallado casi vacío, sólo algunos parroquianos de media mañana charlaban plácidamente mientras disfrutaban de un café o una copa de bourbon. Y he de reconocer que miraba ansiosamente hacia un lado y otro del amplio salón por si aparecías. Me entretuve contemplando las volutas del humo de los cigarrillos que me parecían que dibujaban tu cuerpo al compás de la música de aquel piano que tocaba una lánguida melodía reconocible. No era esa exactamente, pero a mi mente llegaron de pronto las imágenes de la película Casablanca. En un segundo plano, por un insospechado prodigio de mi mente, logré tararear al mismo tiempo y sin perder el ritmo las emotivas notas de aquel otro piano. Las memorables palabras de Lisa Lund diciendo "Tócala otra vez, San" , o "Tócala una vez", "Tócala San", resonaron en mi cabeza, justo en el momento en que tú apareciste tras la barra del Moonlight: ahora sí digo el nombre del establecimiento en el que me refugio todas las mañanas para intentar poder verte. No siempre es posible lograrlo, aunque hoy sí lo he conseguido, y acompañado por el golpeteo de dedos sobre las teclas de un viejo piano, mi alma ha sobrevolado como un volcán de delirantes emociones con cada una de las notas de esa canción.
            Cuando has hecho acto de presencia, me has dedicado una sonrisa de complicidad como otras veces en que te apetece decirme algo y no puedes hacerlo porque tu jefe te vigila y espera que hables lo justo con los clientes. Yo no soy obviamente Rick Blaine, pero en una ocasión especial como ésta estoy dispuesto a creérmelo. Mira si es así que acabo de encender un cigarrillo Malboro para convertirme por un instante en Humphrey Bogart e incluso morir de amor por ti; aunque tú no lo sepas, ni siquiera lo sospeches. Ahora mismo te sigo mirando y mientras doy constantes caladas a este cigarrillo que mantengo entre mis dedos me parece que estoy junto a ti en el Café de Rick, pero como a él mismo le sucede, inevitablemente te me escapas, y ese es mi triste dilema, no en la gran pantalla sino en esta dura realidad que me ha tocado vivir. "Tócala otra vez, San --me digo a mí mismo--, que mientras sigan sonando esas prodigiosas notas de piano podré mantenerla a mi lado unos segundos más, aunque sé que sólo ha de ser un sueño".