miércoles, 2 de mayo de 2018

Albert, el Tiempo y la Muerte


... de la Red

            "No tengas prisa -se dijo-. El tiempo puede pararse, pues es sólo una ilusión en tu cabeza". Ahora recuerda lo que aquel anciano le contó:
            -- "Hijo mío: ante los caminos de la Vida, reserva tus fuerzas y protégete de los peligros que acechan, que son muchos. Y de todas maneras, aprende a sacarle todo el partido que puedas al Tiempo, pues aunque es un imponderable, mientras estés con él, también él estará contigo: así podrás usarlo en tu beneficio. Ten siempre presente que el reloj marca las horas hacia delante, mas si sabes pararlo a tiempo, entre uno y otro instante, podrás engañar a la Muerte, que se esconde tras el Tiempo.
            Cada vez que la Muerte venga a tu encuentro -óyeme lo que te digo-: "para el Tiempo". Él es quien domina todos los acontecimientos que existen, han existido o existirán; de modo que al silenciarlo, nada podrá moverse hacia adelante, que es su sino; y al no hacerlo, ninguna acción ni noble ni maldita llegará a florecer. Y aunque la Muerte está por encima de la mundana existencia, no puede sin embargo, soslayar tampoco el Tiempo: por eso vive aferrada a éste, pegada a su Carro de Batalla, por más que se quede inmóvil. Lo terrible -atiéndeme- es que nada más que el Carro comience a girar, segundo a segundo, con él se pone en marcha la Muerte. Por tanto, ya sabes que debes hacer cuando esto ocurra"
            Y pasó mucho y mucho tiempo... Y Albert, que así se llamaba el joven, pudo llegar a ser un viejo, esquivando con gran fortuna a la Muerte.
            Pero un día, al atardecer, se sintió enormemente cansado, de modo que su cuerpo, exhausto por sufrir tantos avatares, le hablo:
            -- Yo, que en cierto modo soy tú, siento que me muero, y me tengo que morir.
            -- Lo sé -contestó Albert entristecido-, pero yo no quiero.
            Se sentó en el balcón de su casa a contemplar la caida de la tarde y cuando más extasiado estaba, una oscura sombra se plantó delante de él.
            -- Soy la Muerte, Albert, y he venido a llevarte conmigo.
            -- No podrás hacerlo -se envalentonó- porque yo conozco los secretos del Tiempo y puedo controlarlo a mi antojo.
            -- ¡Qué iluso eres! ¿Acaso no sabes que ese anciano que viste en tu juventud te engañó? ¿Por boca de quién crees que hablaba?
            -- ¡No puedo creerlo! ¿Eras acaso tú, la Muerte, quien me hablaba?
            -- Cierto, Albert. Y no sólo eso, tengo que decirte aún una cosa mucho más importante; éste es mi secreto, que a todos descubro cuando vengo a llevármelos para siempre: el Tiempo y la Muerte son una misma Cosa, un mismo Ente. ¿Por qué crees que el anciano te decía que existo pegada a su Carro de Batallas? Te engañé, Albert, como siempre os engaño a todos vosotros, incautos seres humanos. No obstante, como me caes bien desde que te vi nacer, quiero concederte un último deseo antes de darte la muerte.
            -- De acuerdo, Muerte invencible, te hablaré de la misma forma en que el humilde Diógenes lo hiciera con el Magno Alejandro. Y como a éste le dijo, a Ti te digo:
            -- Apártate de mi presencia, al menos por unos instantes, que me quitas los últimos rayos del Sol. Deja que pueda acariciarlos con mi vista antes de que se apaguen para siempre, y con ellos mi propia vida.
            Y la Muerte, con su rotunda voz de ultratumba, contestó:
            -- ¡Así sea!




No hay comentarios:

Publicar un comentario