miércoles, 10 de enero de 2018

Una carrera con corazón



... de la Red

             Mi abuelo Anselmo tenía la maldita costumbre -maldita sí, siento decirlo- de hacer siempre lo que se le metía entre ceja y ceja, pues era más terco que una mula. Y no lo digo yo, lo decía mi padre, que lo sufrió en carnes, incluso mi madre que en paz descanse; lo decían igualmente sus hermanos, especialmente su hermana Elvira, que lo quería más que a las niñas de sus ojos; y ahora, con conocimiento de causa, lo reafirmo yo mismo, su nieto Mario, el que escribe este breve relato frisando ya la edad de sesenta años.
            Todo cuanto demostraba de montaraz y tozudo, de atrevido, lo contrarrestaba con creces con su natural bondad, claro está que para llegar a las sedosas y tranquilas aguas de ese lago había que navegar muchas veces, casi siempre, a contracorriente, incluso con marejada a punto de convertirse en galerna, que así era este abuelo mío, al que recuerdo con gran cariño.
            No es nada extensa ni complicada esta historia que quiero contaros, que suelen ser así, por lo natural, las cosas que suceden entre un nieto y un abuelo; pero he de reconocer que tampoco los hechos podrían ser dibujados con un simple trazo de tiralíneas, que las cuestiones del alma tienen formas sinuosas, como la misma curvatura de nuestro corazón. Y de eso se trata, para ser más exactos: de una carrera con corazón.
            Los acontecimientos se iniciaron, como el que no quiere la cosa, casi por azar, supongo, un pensar y hacer, un arrojo movido por la inconsciencia de un abuelo queriendo demostrar a su nieto que aún le queda algo de sangre de deportista en sus venas; el recuerdo de aquel corredor aficionado al ciclismo que ganó en más de una ocasión alguna que otra medalla por carreras realizadas en los alrededores de su pueblo, incluso en su comarca, una vez  campeón regional de ciclismo de montaña de Asturias, allá por el año 1905.
            Era un sábado como otro cualquiera, en el inicio del verano, y mi abuelo solía visitarnos casi siempre alrededor del mediodía. Lo habitual en él consistía  en tomarse nada más llegar un café bien caliente y cargado que le preparaba mi madre, pues a pesar de sus años, y no siendo nada recomendable, seguía sintiendo una fuerte atracción por la cafeína, generalmente a esas horas. Sin embargo, aquel sábado, no podríamos considerarlo uno más, no vino solo sino acompañado de su vieja bicicleta de carreras, su "querida Enriqueta", como él la llamaba, en honor a su mujer, mi abuela paterna, por la que sintió a lo largo de toda su vida, hasta su temprano fallecimiento, un fervor especial.
            No mucho más habría que decir acerca de la pequeña aventura que arranca a partir de aquí, si no hubiese sido porque acabó en tragedia: así de cruel es a veces la vida. Pero retomemos de nuevo esta historia.
            Nada más beberse el café en nuestra presencia, habiendo compartido un rato de amena charla, se dirigió a mí y me dijo:
            -- ¡Venga, Mario, coge tu bicicleta, que vamos a subirnos esa cuestecita que tu y yo conocemos tan bien.
            -- Estas seguro, abuelo, mira que a estas horas y en estas fechas ya, el calor comienza a apretar --contesté sumido en una oscura preocupación.
            -- ¡Se lo estás diciendo, acaso, a un curtido corredor como yo, con este pedazo de bicicleta hecha con fibra del corazón! --exclamó exuberante.
            -- Papá --intervino mi padre--, coincido con tu nieto Mario; no lo veo prudente.
            -- ¡Tonterías, no ves que todavía soy un chiquillo!
            -- Anselmo, haz caso a tu hijo y no seas testarudo --terció mi madre.
            Pero como era de prever, todo fue imposible. Se subió a su bicicleta y me espetó: "¡a qué esperas, cobardica!"
            La Cuesta de las Moras, así llamada por la abundancia que de este arbusto florecía junto a los márgenes de sus frondosas laderas, no tenía una pendiente excesivamente pronunciada. La conocíamos perfectamente y su recorrido no era mucho mayor de trescientos metros; no obstante, aún así había que contar con otras variables, pues el día se mostraba excesivamente caluroso y la edad de mi abuelo, a sus setenta años cumplidos, no podía considerarse ninguna ventaja.
            Así que yo, intuyendo el potencial riego que podría sobrevenirnos, me adelanté hasta colocarme en cabeza, no sin antes advertirle que me siguiera, pero sin apurar, que el objetivo no era otro que subir para contemplar desde arriba el hermoso panorama del pueblo y su recoleto valle. Ninguna de mis observaciones hizo su efecto, y a los pocos minutos lo tenía a mi altura en paralelo, esforzándose por adelantarme.
            -- ¡Abuelo. baja el ritmo --le grité--, por favor, te vas a agotar en el intento; no te conviene.
            -- Esta cuesta me la ventilaba yo cuando tenía sólo doce años --replicó en un tono que advertí tembloroso en su voz.
            -- Pero ahora no los...
            No me dio tiempo a acabar la frase, pues como él pretendía hacer el adelantamiento por mi lado derecho, esprintando, cayó en ese mismo instante de bruces sobre la estrecha cuneta de la carretera.
            --¡Abuelo, te lo dije: eres un testarudo incorregible! Voy a ayudarte a que te levantes y regresamos de inmediato a casa.
            Pero nada más pude hacer por él, sólo ver como moría en mis brazos
            -- Mario, hijo mío, me voy; tu abuela Enriqueta me está llamando... --fueron sus última palabras.
            --¡Maldita sea, abuelo, te lo advertí!
            Ningún otro sonido más pude percibir; solo la quietud silenciosa de aquel lugar y mi agitada respiración mientras observaba el cuerpo de mi abuelo Anselmo, caído sobre la cuneta y ya sin vida.
            El resto no merece la pena ser contado ni recordado. Al día siguiente, celebramos la misa de difuntos y lo enterramos en el pequeño cementerio de su pueblo natal. Y así, simplemente, de una feroz bofetada, acabó su vida, que ninguna otra explicación podríamos dar a los avatares que la mano del Destino maneja; sólo servirle como fiel escribano de esta negra crónica que acabo de relataros.
                                    

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